CÁNCER, DROGAS Y RELIGIÓN 1 de 3

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"CÁNCER, DROGAS Y RELIGIÓN (1 de 3)"

Ernesto J. Armenteros

El diagnóstico de cáncer centra el pensamiento; a partir de ese momento todo gira alrededor de una idea: sobrevivir. Nuestro cuerpo, nuestro cerebro, nuestros pensamientos se esfuerzan en concentrar todos los recursos disponibles para combatir en esa justa de última instancia en que está en juego la vida. Todo lo que no nos sirve para enfrentar la muerte queda marginado: nos aislamos de nuestro entorno ante el peligro de dejar de existir. El instinto a la vida es el más fuerte y primario de todos.

Tuvo singular razón el comediante famoso que fue convocado, junto a otras celebridades, a formar parte de un panel en un programa de televisión al que se le formuló una sola pregunta: "Si usted se pudiera ver en su propio funeral, en el ataúd, rodeado de su familia, amigos, admiradores..., ¿qué quisiera que dijeran de usted? Todos, menos el comediante, contestaron que desearían ser vistos como padres responsables, capitanes de la industria, preclaros filántropos, etc.

El comediante, en cambio, tuvo otra opinión. Se colocó teatralmente ante el ataúd y, observando cuidadosamente su interior, gritó: "¡Se mueve!, ¡se mueve!, ¡se mueve!, ¡está vivo! ¡Eso es lo que yo quiero que digan de mí!

La persona a quien le acaban de diagnosticar un cáncer entra en confusión sobre el quehacer inmediato, de manera similar a la que experimentan los militares en el medio de la guerra. Estos se refieren a la "neblina de la guerra (the fog of war)", un nombre muy apropiado para describir algo que no nos permite ver y comprender las circunstancias en que nos encontramos.

Las palabras de aliento y esperanza que generalmente nos dicen los doctores después de hacer el diagnóstico —"es un cáncer tratable; la medicina está avanzando mucho; lo más importante es no perder la esperanza..."— las oímos pero las registramos ajenas a nosotros. Estamos en trance de emergencia, dentro de la neblina de la guerra.

El 16 de noviembre de 2014 me diagnosticaron un cáncer. Se aventuraron a decirme que posiblemente era un mieloma múltiple, pero que para confirmar el diagnóstico había que continuar haciéndome pruebas de laboratorio. Quienes me lo dijeron fueron dos prominentes médicos dominicanos, amigos de por vida de nuestra familia: los doctores José Joaquín Puello, neurocirujano, y Santiago Collado, oncólogo. El médico a quien consulté inicialmente por lo que pensaba eran los dolores comunes de una hernia discal—el doctor Adrián Grullón, ortopeda— me recomendó, cuando los medicamentos que me recetó no dieron los resultados deseados y vio los resultados de una resonancia magnética de la columna vertebral que había ordenado, que fuera a consultar a un neurocirujano de mi confianza. José Joaquín, a su vez, me refirió a Santiago Collado tan pronto vio los resultados de una prueba de rayos x de cuerpo entero que mostraban siete tumores claramente visibles en los huesos: dos en la columna vertebral, uno en la primera vértebra, uno muy avanzado en la última vértebra, otros en el esternón, la clavícula y las costillas. Santiago Collado me examinó y, junto con los demás médicos, me recomendó que me fuera a los Estados Unidos, preferiblemente a Nueva York. El 19 de diciembre, a los tres días del diagnóstico inicial, estaba en camino a Nueva York en una silla de ruedas, con un dolor insoportable y en vertiginoso deterioro físico. Al día siguiente ingresé al New York-Presbyterian Hospital (Weill Cornell Medical Center) por emergencia porque era la forma más expedita de hacerlo.

Por...

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