La suprema y el arbitraje laboral
Autor | Édynson Alarcón, M. A. |
Cargo | Magistrado de la Corte de Apelación del D. N., máster en Propiedad Intelectual por la Universidad Carlos III de Madrid, especialista en Derecho Judicial, profesor de Procedimiento Civil en UNIBE, PUCMM, UCE y ENJ |
Páginas | 1-18 |
LA SUPREMA Y EL ARBITRAJE LABORAL
Édynson Alarcón, M. A.
Magistrado de la Corte de Apelación del D. N., máster en Propiedad Intelectual por la
Universidad Carlos III de Madrid, especialista en Derecho Judicial, profesor de Procedimiento
Civil en UNIBE, PUCMM, UCE y ENJ.
edynsonalarcon22@gmail.com
“La felicidad se encuentra en el centro
exacto de dos extremos”.
Aristóteles
El arbitraje, hoy por hoy, no requiere presentación. Tampoco que le defiendan.
Si el éxito de un método alterno de resolución de conflictos se fuera a medir en
función de los volúmenes de intereses que mueve a su alrededor y del nivel de
complejidad y trascendencia de las controversias confiadas a su capacidad
instalada, tendríamos que concluir, forzosamente, sin pensarlo demasiado, que
el arbitraje, por mucho, es el más exitoso y respetado entre todos.
En el plano de los negocios internacionales, tratándose de litigios que mueven
los resortes de dos o más legislaciones de Estados diferentes, se reconoce en el
arbitraje, sin discusión, un activo jurídico de amplia solvencia. Más aún se
admite que, en ese campo minado, el árbitro es el “juez natural”, no el operador
de justicia de ningún país, por más avezado, independiente y probo que este
sea, y sin importar, mucho menos, el prestigio y la confiabilidad de los sistemas
judiciales de las naciones implicadas. Desconocerlo es no entender la dimensión
del arbitraje como instrumento de política económica mundial ni cómo discurre
la lógica del capital y su desvinculación razonable de todo tipo de credos,
sentimientos o chovinismos.
Por siglos predominó la idea de que el arbitraje solo tenía una lectura mercantil
y que únicamente servía para resolver disputas entre comerciantes, a propósito
del ejercicio de los actos propios de su oficio, lo cual no es ninguna casualidad
porque fueron estos —los comerciantes— quienes en plena Edad Media,
recelando del monarca y la justicia paquidérmica que impartían sus allegados,
reclamaron la bandera de la jurisdicción paccionada como un atributo
inalienable de su dignidad, de su derecho a sobrevivir ante la realidad de un
comercio agresivo, a veces descarnado, que no podía darse el lujo de esperar.
Curiosamente, sin embargo, esa actividad simple en apariencia, semejante al
inocente juego de párvulos a la sombra de los olivos de Jonia recreado por el
maestro Rodó para describir en un sublime pasaje de Ariel los orígenes de la
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cultura helénica1, reveló unas virtudes, acaso insospechadas, que pronto fueron
vitoreadas allende las fronteras del derecho comercial. De ahí que el arbitraje,
como equivalente jurisdiccional, haya terminado extendiéndose, de acuerdo con
el art. 2 de la Ley 489-08 (LAC), a cualquier materia “de libre disposición y
transacción”, incluyendo aquellas –lo cual es mucho decir– en las que el Estado
sea parte.
Hablamos entonces, en ese orden, no solo de un arbitraje comercial, sino de un
concepto a gran escala con categoría metodológica capaz de moldearse a todas
las ramas del derecho privado, lo que engloba, por supuesto, al derecho del
trabajo, dada la orientación particular de los intereses en pugna y por ser las
prerrogativas del trabajador –ya roto el contrato de prestación de servicios que
le uniera a su empleador– de libre disposición y transacción. No hay que hacer,
por tanto, demasiado caso ni sobrevalorar el rótulo de la LAC cuando aparenta
solo concernir o ser aplicable al arbitraje comercial. Hace tiempo que el arbitraje
dejó de ser la botella del genio entrampada en las playas de Fenicia o un ritual
monopólico reservado exclusivamente a los discípulos de Mercurio.
La dinámica factual y jurídica en que se desarrolla el contrato de trabajo
contrapone intereses antagónicos por definición. El desencuentro laboral,
fraguado al calor de esta tirante relación de amor y odio es, en sí mismo,
inevitable y, a la vez, el epicentro en que tendría su incidencia el arbitraje
laboral, sea que se trate de conflictos individuales o colectivos. En Francia la
solución tradicional ha sido reservar el arbitraje solo para estos últimos
(conflictos colectivos de trabajo) y denegar jurisdicción sobre el tema a los
conseils de prud´hommes, conforme se infiere del artículo L 1411-4 del Code du
Travail. España, por su lado, inscribiéndose en la corriente expansiva de la
“arbitrabilidad” moderna y la presunción positiva de disponibilidad que
también domina la materia en ese país, lo admite en cualquiera de sus dos
vertientes, pero la ley de arbitraje, núm. 60/2003, reformada por la Ley 11/2011,
en su art. 1.4 remite su ordenación al imperio de la Ley del Estatuto de los
Trabajadores.
En la República Dominicana la LAC, entendida como una reglamentación
marco o de derecho común en todo lo relativo al arbitraje en su rica diversidad
y en ausencia, además, de exclusiones expresas, constituye, por más que se
afirme lo contrario, la regulación supletoria para cualquier clase de arbitraje
organizado en el país, incluso para el arbitraje laboral. No es tan simple como
decir que el derecho del trabajo no es materia arbitrable en los términos de
dicha ley porque esta, presuntamente, tendría una “impronta” comercial2.
1 RODÓ, José Enrique. Ariel: Buenos Aires, Editorial Kapelusz, 1971, p. 12.
2 El aserto es de la honorable Suprema Corte de Justicia en su sentencia núm. 22/2020 del 15 de
julio de 2020, objeto de estudio en el presente ensayo. V. SCJ, Salas Reunidas, 15 de julio de
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