El carácter bidireccional de los límites relacionados con la libertad de empresa: una mirada desde el estado regulador
Autor | Freymi Collado Morales |
Cargo | Abogado, especialista senior de sanciones en la Superintendencia de Bancos de la República Dominicana, maestrante en Derecho Constitucional y Procesal Constitucional por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, máster en Finanzas Corporativas por la Escuela Europea de Dirección y Empresa (Madrid, España) |
Páginas | 1-10 |
INTRODUCCIÓN
Hoy día se tiende a hacer una defensa vigorosa del carácter limitado del ejercicio de los derechos fundamentales. «No existen derechos absolutos» es una verdad de Perogrullo en cualquier ordenamiento que mínimamente se identifique como Estado de derecho. Sin embargo, comúnmente esa expresión solo hace referencia a una cara de la moneda: la facultad del Estado para restringir el ejercicio de los derechos por parte de los particulares. Lo que queda fuera del harto usado aforismo es una verdad igual de fundamental: los derechos, antes que nada, constituyen límites al propio Estado en cuanto a la forma y la intensidad en que puede, o no, afectar la vida de las personas.
La libertad de empresa, reconocida en el artículo 50 de la Constitución, no escapa de esa condición bidireccional. El texto constitucional se encarga de establecer los necesarios límites entre los cuáles debe ser ejercido el derecho a la libertad de empresa dentro del ordenamiento constitucional dominicano; tales límites responden a reglas de competencia, protección de los consumidores, uso racional de los recursos naturales y el respeto al equilibrio medioambiental. Pero no debe olvidarse que la libertad de empresa es, como su nombre lo indica, un derecho de libertad, por lo que, visto desde su dimensión ontológica, implica una obligación del Estado de abstenerse de interferir más allá de aquello en lo que el interés general le exige que intervenga.
Esto tiene una relevancia particular hoy que es aceptado —y es lo correcto que así sea— que el Estado tiene la facultad de intervenir en la economía, rompiendo con aquel paradigma liberal —en el sentido económico del término— que se resumía en la expresión laissez-faire, con un Estado ajeno en gran medida a la realidad económica de la sociedad que le servía de contexto. Ese arquetipo del Estado gendarme es totalmente incompatible con el modelo adoptado por el constituyente de 2010; y es incompatible porque es el propio texto constitucional el que establece cuestiones propias del ámbito económico como aspectos sobre los cuales el Estado tiene una determinada incidencia. A título de ejemplo podemos mencionar la función social del derecho de propiedad (artículo 51), la prestación y regulación de los servicios públicos (artículo 147), el establecimiento de principios rectores que orientan el régimen económico (artículos 217 al 222) o el establecimiento de un marco institucional para la regulación de ciertos sectores de la economía (141 y 223 y siguientes).
En ese sentido, son múltiples las formas en las que el Estado puede intervenir en el quehacer económico. Las herramientas de las que le ha dotado el constituyente van desde la simple facultad de policía de la Administración, pasando por la actividad de fomento de una determinada actividad hasta la regulación minuciosa de sectores que se consideran esenciales o estratégicos para el desarrollo. La intervención puede ser de diferentes tipos: dependiendo del alcance de la intervención en la actividad económica, esta puede ser global, sectorial o incluso particular; si atendemos sobre quien recae la intervención, esta puede ser directa o indirecta; si partimos de la forma en que la ejerce el Estado, la intervención puede ser unilateral o convencional o, visto desde la perspectiva de cómo se involucra el Estado, la intervención puede ser directiva o de gestión1.
Dentro de las formas de intervención del Estado en la economía hay una que en los últimos cuarenta años ha adquirido una preponderancia particular, a tono con la tendencia hacia la privatización: la función reguladora, entendida como la «actividad de la administración consistente en el control continuo de un mercado mediante la imposición a sus operadores de obligaciones jurídicas proporcionales a propósitos de interés general»2. La particularidad de esta forma de intervención es que el Estado no realiza directamente la actividad económica, sino que se constituye en una suerte de árbitro que se encarga de verificar que los agentes económicos regulados lleven a cabo su actividad en un marco que responda a los planes de desarrollo definidos por el Estado. En este esquema, el papel que juegan los particulares que ejercen la actividad económica es protagónico y, por tanto, resulta crucial entender las implicaciones que tiene el derecho a la libre empresa para todos los involucrados.
La importancia que reviste esta forma de intervención del Estado en la economía requiere que vuelvan a explicarse las bases constitucionales sobre las cuales descansa y cómo supone un límite al ejercicio de la libertad de empresa, pero también cuáles son las restricciones que tiene el propio Estado al momento de ejercer su actividad reguladora. La pregunta en torno a la cual pretendemos esquematizar el presente trabajo es la siguiente: ¿cuáles son los límites que supone la libertad de empresa tanto para los particulares como para el Estado regulador?
En esa tesitura, pretendemos abordar ambos tópicos en la presente reflexión: primero, desarrollaremos algunas ideas de cómo está limitado el ejercicio de la libertad de empresa partiendo del concepto de «interés general» en el marco de un Estado social y democrático de derecho. Luego, hablaremos sobre los límites que impone la libertad de empresa como derecho «de libertad» al Estado en el ejercicio de su actividad reguladora. Por último, haremos una breve reflexión final sobre la dicotomía y el necesario equilibrio que supone este carácter bidireccional de los límites a la libertad de empresa.
I.EL INTERÉS GENERAL COMO LÍMITE AL EJERCICIO DE LA LIBERTAD DE EMPRESA
Si definimos la libertad de empresa como el «derecho a desarrollar actividades de producción, transformación, distribución, transporte o comercialización por cualquier medio de productos o servicios con fines lucrativos»3, debemos convenir en que la sola idea de un Estado regulador implica necesariamente la existencia de límites al ejercicio de un derecho con esa amplitud. Esos límites van desde los requisitos de acceso a un determinado mercado (régimen de autorización, permisos previos, etc.); la forma y las condiciones en las que se lleva a cabo la actividad regulada (régimen de supervisión o inspección, normas de competencia, protección al usuario, etc.) o sobre las formalidades de salida (normas relativas a fusiones, adquisiciones y mecanismos de disolución).
El interés general es el leitmotiv o concepto rector de esta facultad del Estado regulador para restringir ciertos aspectos de la libertad de empresa. Esa premisa tiene un sólido fundamento constitucional. Al respecto podemos señalar dos textos específicos que sugieren esta idea: el propio artículo 50 establece que el derecho se ejerce «conforme las limitaciones establecidas en la Constitución y las leyes», pasando inmediatamente a definir en tres numerales el marco general en que operan dichas limitaciones, y en el artículo 219 se indica que la iniciativa privada será fomentada por el Estado teniendo como parámetro las condiciones necesarias para el desarrollo del país.
Entender la regulación económica al amparo de las disposiciones de la Constitución implica que dicha actividad estatal no se limita únicamente a corregir las fallas del mercado, sino más bien que sus objetivos están alineados a un ideal mayor: el estado de bienestar. Si bien corregir las fallas que puedan presentar los mercados contribuye a dicho estado de bienestar, no menos cierto es que dicho concepto implica unas obligaciones a cargo de la Administración con un alcance mucho más amplio que el taxativo deber de evitar las «fallas del mercado». Por tanto, es en torno al interés general que...
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