El lenguaje jurídico dominicano, discurso de don Fabio Guzmán Ariza

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"El lenguaje jurídico dominicano"

Discurso de ingreso de don Fabio J. Guzmán Ariza.

El autor de esta columna dedica la presente entrega al discurso de ingreso que pronunció en el acto de su incorporación como académico de número de la Academia Dominicana de la Lengua, así como al discurso de recepción que, en nombre de la Academia, pronunció la académica de número María José Rincón.

Discurso de ingreso de don Fabio J. Guzmán Ariza;

como académico de número de la Academia Dominicana de la Lengua

Revista No.337, fecha Diciembre 2014 Enero 2015

Casa de las Academias, Santo Domingo, República Dominicana 16 de diciembre de 2014.

Señor director, señoras y señores académicos, señoras y señores:

Comparece ante Uds., conmovido y timorato ante la solemnidad de la ocasión, un abogado de provincia a quien, por su afición fervorosa a las palabras, la Academia ha querido, con más benevolencia que en otras oportunidades, contar entre los suyos. La distinción, reconozco, no guarda proporción con mis escasos méritos: no soy lingüista ni filólogo ni poeta ni narrador ni dramaturgo ni crítico literario, sino un diletante de la lengua española —en el sentido etimológico de alguien que se deleita en el estudio de su idioma—, que desde hace unos años se muestra obsesionado con mejorar la manera en que escriben los abogados, jueces y legisladores dominicanos.

He de confesar, por si acaso quieran Uds., honorables académicos, reconsiderar mi elección, que recibí mis últimas clases formales de Español cuando, con doce años, cursé el primero del bachillerato en el liceo público de San Francisco de Macorís. El curso completo duró solo seis meses, de enero a junio de 1962, período a que se redujo el año lectivo por causa del ajusticiamiento de Trujillo en mayo del año anterior. En agosto de 1962, partí hacia Canadá, donde completé en un colegio de habla inglesa mis estudios secundarios, a cuyo término ingresé en una universidad estadounidense, también anglófona. Permanecí, pues, alejado de mi idioma materno por más de una década — mi adolescencia completa y el principio de mi adultez—, época en que se suele consolidar el dominio formal de toda persona sobre su lengua. En ese lapso, perdí la soltura natural del hablante nativo. De ello me di cuenta, horrorizado, una tarde de otoño en Cambridge, Massachusetts, mientras conversaba en un español entrecortado y balbuciente con un inmigrante recién llegado de Puerto Rico.

Que no perdiera mi idioma se debió a mi pasión por las humanidades, estimulada desde la temprana adolescencia por mi hermano mayor, Danilo Antonio, a quien he admirado siempre por su exquisita erudición. Aún recuerdo vivamente cuando, hacia octubre o noviembre de 1962, en Toronto, Canadá, me llevó a conocer algo tan prodigioso como fue, en Macondo, el hielo para Aureliano Buendía: una librería enorme llamada Coles. De allí salí cargado de una decena de clásicos escogidos por mi hermano preceptor, entre ellos, el Cándido de Voltaire, el cual no olvido porque despertó de inmediato en mí un gran interés por la filosofía. Ya en la universidad —ingresé al Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) a estudiar Ciencias de Materiales— me inscribí, después del percance lingüístico con el puertorriqueño, en unos cursos de literatura española e hispanoamericana. En ellos descubrí, con mucha dificultad por la pobreza de mi léxico en español, dos nuevos mundos: el de la Generación del 98 en España y el del boom hispanoamericano de los años sesenta. Admito que ante los malabarismos verbales de Julio Cortázar en su novela Rayuela y de Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres, me vi forzado, en un primer momento, a recurrir a sus excelentes traducciones al inglés, tituladas Hopscotch y Three Trapped Tigers, respectivamente. De todos modos, la lectura de los clásicos de las letras hispánicas, así como la añoranza natural que con gran fuerza centrípeta atrae a todo ser humano, con mayor o menor efecto, a retornar a sus orígenes, me incitaron a reemprender con ahínco, aun fuese, en lo adelante, por cuenta propia, el estudio de mi lengua natal y su literatura.

Soy, en resumidas cuentas, un amante autodidacta de la lengua española, que, al aceptar el ilustre puesto a que ha sido elegido, encuentra justificación y, a la vez, consuelo en el pensamiento expresado por Manuel Seco, insigne lexicógrafo y académico, de que ser un aficionado o diletante del idioma no debe avergonzarnos. Aficionados de la lengua fueron —apunta Seco— todos los padres fundadores de la Real Academia, autores del admirable Diccionario de autoridades.

Amateur y diletante de la lengua lo fue también el escocés James Murray, bajo cuya magnífica dirección se editó el Oxford English Dictionary, probablemente la obra lexicográfica más extensa que exista: su elaboración duró setenta y un años y en su primera edición, de 15 490 páginas, se definen 414 825 palabras, ilustradas con 1 827 306 citas . Por supuesto, no pretendo ni por asomo compararme con estos prohombres "aficionados" de la lexicografía, dignos de universal veneración; los evoco solo para que me sirvan de acicate para mis futuros trabajos académicos.

Por otro lado, como abogado, constituye para mí un inigualable honor ser incorporado, aunque fuese solo en nombre, a la pléyade de eximios juristas que han sido miembros de número de esta docta casa, entre ellos, Alejandro Woss y Gil, Manuel de Js. Troncoso de la Concha, Rafael Justino Castillo, Andrés J. Montolío, Cayetano Armando Rodríguez, Manuel Antonio Patín Maceo, Félix M. Nolasco, Bienvenido García Gautier, Manuel de Jesús Camarena Perdomo, Enrique Henríquez, Arturo Logroño, Juan Tomás Mejía Soliere, Virgilio Díaz Ordóñez, Carlos Federico Pérez, Rafael Bonnelly, Joaquín Balaguer, Emilio A. Morel, Manuel de Jesús Goico Castro, Víctor Villegas, Lupo Hernández Rueda, Rafael González Tirado y Ramón Emilio Reyes; lista egregia en que constan los nombres de siete de los doce miembros fundadores de la Academia , cuatro presidentes de la República y tres presidentes de la Suprema Corte de Justicia.

Por estas razones, señoras y señores académicos, permitan que les exprese, con humildad y profunda gratitud, que acepto el sillón que me han asignado en esta corporación, prometiéndoles multiplicar los esfuerzos que desde mi designación en 2009 como académico correspondiente he desplegado "en la defensa y el cultivo del idioma español, común de los dominicanos", objetivo primordial y estatutario de nuestra Academia. Asumo como propio el criterio de don Gregorio Marañón, célebre médico y académico español, de no concebir la matrícula en la Academia como "un laurel de vitrina", sino como un compromiso de cooperar activamente con sus labores y propósitos, así como "con el progreso espiritual de nuestro pueblo y de nuestra hora". "Las Academias — agrega don Juan Ramón Jiménez, autor de Platero y yo y premio nobel de literatura (1956)— "son, o deben ser, institutos de trabajo, no galardones; debe ser académico el que ha demostrado que puede trabajar en las labores propias de cada una"; a las Academias de la Lengua no se debe ingresar —termina diciendo con característica ironía— para "mirarle la lengua a los académicos".

***

Mi elección como académico de número ha venido acompañada de otra gran distinción: la de suceder a don Mariano Lebrón Saviñón en el sillón E de esta casa de la lengua. Por la inexorable lógica de los reglamentos, cada nuevo académico de número debe conciliar sentimientos antagónicos: el júbilo de su designación con la tristeza de venir a ocupar un puesto vacío por la muerte de su antecesor. Tal vez por eso sea tradición que los discursos de ingreso contengan un elogio del académico fallecido, lo que supone mitigar, en cierta medida, con la celebración de su vida los pesares que ocasiona su partida.

No tuve la dicha de conocer a don Mariano, pero por sus obras y el testimonio de quienes lo conocieron sé que fue un hombre de grandes dotes intelectuales y humanas, así como de auténtica humildad, la que, al decir del gran poeta y novelista italiano Alessandro Manzoni, es una de las cualidades más estimables del hombre superior.

Nació don Mariano Lebrón Saviñón en la ciudad de Santo Domingo de Guzmán el 3 de agosto de 1922, hijo del sevillano José Lebrón Morales y de la dominicana Cándida Rosa Saviñón. Murió en la misma ciudad el 18 de octubre de 2014. Fue médico, poeta, lingüista, ensayista, dramaturgo, crítico...

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