Yo tengo otro maestro

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"Yo tengo otro maestro"

Ysis Muñiz Almonte

Jueza de la ejecución de la pena del Departamento Judicial de Santo Domingo.

El hijo del señor Ignacio, Arturo, un muchacho fornido de 22 años, en su época universitaria se vio envuelto en una relación sentimental turbulenta, pues su amada era una mujer casada y el esposo de ella, nada más y nada menos que un coronel de la Policía Nacional. La familia de Arturo, en especial su padre, intervino para dar término a una relación cuya peligrosidad no alcanzaba a ver su joven vástago. Aunque la relación terminó, el daño estaba hecho.

El orgullo de un hombre herido y la fuerza del poder descargaron sobre el muchacho toda su rabia. Una mañana del 8 de mayo de un año cualquiera, Arturo fue detenido durante una redada e involucrado en un asalto a un banco donde resultó muerto el agente de seguridad de la institución.

El vía crucis fue largo y tortuoso, pero al final del camino se vio la luz y Arturo fue descargado por no poder el Ministerio Público probar la acusación. Este paso por la justicia le costó dos años de privación de su libertad y una carrera frustrada. Arturo era ahora un joven marcado por la injusticia y cargado de resentimiento social. Había enfrentado al poder punitivo de un Estado inclemente e irracional..

Algunos amigos para consolarle le decían: "fuiste afortunado pues, al final, te descargaron". Para Arturo aquello parecía una burla: su vida había dado un giro negativo de 180 grados; vivió la experiencia de sufrir la más vejatoria de las penas, la prisión, y todavía había quien razonara que debía estar agradecido del sistema, pues tarde, pero se hizo justicia y se declaró la no culpabilidad.

Si hubieran respetado su condición de ser humano, si lo hubieran tratado como a un hombre inocente, habrían llegado por un camino menos doloroso, menos estigmatizante, a la misma solución, no lo habrían marcado por siempre, no le habrían tronchado la vida y quizás, solo quizás, hubieran atrapado al verdadero culpable.

Esta experiencia lo alejó para siempre de sus estudios universitarios. Sin embargo, Arturo contó siempre con el apoyo de su familia, además de que era un hombre despierto, emprendedor, lo que le permitió conseguir un buen empleo donde conoció a una joven con quien casó y procreó una hermosa familia con dos niñas.

Un lunes en la noche, pasadas las doce, al regresar de ver una película, él y su esposa, luego de aparcar el vehículo, pudieron presenciar cómo un conductor atropelló a un perro de la calle. Arturo corrió y advirtió que el perro aún estaba vivo, así que lo cargó, lo metió a su vehículo, le dijo a su esposa que entrara a la casa que él llevaría el animal a un veterinario y regresaría enseguida. En el trayecto, el perro murió. Arturo no pudo evitar que una lágrima rodara por su mejilla, pues además de que sentía gran amor por los animales reflexionó que, al igual que ese perro callejero, muchos de nuestros niños deambulan por las calles expuestos a las garras de la nocturnidad, las inclemencias del frío, el dolor del hambre, y todo esto frente a la mirada indiferente de quienes transitamos en nuestros vehículos con nuestros propios niños, de sus mismas edades, sin preguntarnos el porqué de un abismo tan grande entre uno y otro destino.

Y si alguna vez uno de nuestros pequeños nos formulara la terrible pregunta: "eso es normal", "en la vida hay de todo", serían algunas de las respuestas posibles. Arturo se alejó del trayecto a su casa en busca de un lugar apropiado donde abandonar el cuerpo sin vida del animal. Divisó un pequeño vertedero; dejó allí al perro, y se dispuso a dirigirse a su hogar, pero el destino tenía otros planes.

Al aproximarse a una intersección, Arturo divisó un grupo de personas y carros de la Policía. Pensó en un accidente de tránsito y para evitar perder tiempo en el congestionamiento -su esposa estaría ya preocupada, era tarde y al día siguiente había trabajo-, frenó de golpe, hizo un giro en u, lo que provocó que las gomas chillaran, y continuó la marcha en sentido contrario para alejarse del...

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